María, llena eres de gracia

(OSV News) -- "¡Salve María, llena eres de gracia! El Señor es contigo". Son palabras sencillas, pero llenas de misterio y significado, que nos dicen mucho sobre el amoroso plan de salvación de Dios para la humanidad, y sobre el lugar singular de María en ese plan.

En consonancia con ese lugar singular, la forma en que el ángel se dirige a ella es también única. "El ángel saludó a María con una nueva dirección, que no pude encontrar en ninguna otra parte de la Escritura", escribió el gran teólogo del siglo III Orígenes. "Este saludo estaba reservado sólo a María".

Estar lleno de gracia es ser favorecido; más aún, es estar lleno de la vida real y de la santidad de Dios. Ser santo es ser apartado; la llamada a la santidad, afirma el Catecismo de la Iglesia católica, se resume en las palabras de Jesús: "Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (n. 2013; Mt 5, 48).

La santidad de María procede de la misma fuente -- el Dios Trino -- que la santidad que llena a todos los bautizados que están en estado de gracia. Pero la relación de María con el Dios Trino es única, como pone de manifiesto Lucas en su descripción de la aparición de Gabriel: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso e el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,35).

María poseía una fe perfecta, don de Dios, y así cooperó perfectamente con las tres Personas divinas: eclipsada por Dios Padre, ungida por el Espíritu Santo y colmada por el Hijo. Por haber sido elegida por Dios para dar a luz a aquel en quien habitaría "toda la plenitud de la divinidad" (CIC n. 484), María es llamada la Madre de Dios.

Es también la madre de la Iglesia. Fiel y santa, fue elegida para que otros también puedan ser elegidos y santificados, transformados por su Hijo en hijos e hijas de Dios y unidos al Cuerpo de Cristo.

Esta increíble verdad se debe a su perfecta unión con su Hijo: "El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella" (CIC nº 964).

María, madre de Dios, es también la primera discípula de su hijo, el Verbo encarnado, al que siempre señala: "Hagan todo lo que él les diga" (Jn 2,5). Ella, por su parte, meditaba y contemplaba todo lo que veía y oía: "María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2,19).

Su obediencia perfecta, como señalaban a menudo los primeros padres de la Iglesia, demostraba que ella era la nueva Eva, cuya obediencia y entrega anulaban el pecado y la rebelión de la primera Eva. Y Jesús es el nuevo Adán, que viene a dar vida eterna y sobrenatural y a curar la herida mortal infligida por el pecado del primer Adán (cf. 1 Co 15,45).

María sigue invitando en silencio a toda la humanidad a contemplar y adorar al Niño Jesús. Jesús espera con misericordiosa bondad que la humanidad le reconozca como Señor y Salvador. Pero no sólo nos espera, sino que viene a nosotros. Se nos revela. Pero esta venida y esta revelación esperan cada una su culminación, tanto en nuestra vida individual como en la vida del mundo. Una vez más, el ejemplo de María, asunta al cielo, demuestra que el final no está tan lejos.

Nuestra vida, a la luz de la eternidad, es muy breve. Pero lo que hacemos con ellas tiene consecuencias eternas. Las palabras de humildad y fe de María nos sirven de guía cuando nos acercamos al nacimiento de Cristo y consideramos su eventual retorno en gloria: "He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).- - -Carl E. Olson es editor de Catholic World Report e Ignatius Insight.